Tuesday, September 8, 2009

Pura

Pura



Las doce del medio día y Pura aún no habían salido del cuarto. La casa toda estaba cansada, un cansancio de tiempo nunca antes sentido. Nada había comenzado a hacerse, parecía tiempo estático, tiempo perplejo, no se sabe por qué ella aún no ha salido del aposento; se escucharon sonidos como gruñidos, como lucha, de fatiga, pero ella aún no salía; después un silencio sudoroso, largo, muy largo, Pura no salía, no se sabe nada; nadie osa llamarla, es la primera vez que esto pasa; Pura todavía en el aposento, será un día de ayuno para todos.
Por fin luego de haberla llamado, suavemente al principio, luego más alto, y más alto, sin escuchar respuesta, Nicolás quiso atreverse, con temor, sudando, inclusive algo pálido, tomó la perilla, la giró despacio a la derecha, sintió cuando la lengua de la cerradura se escondió, se metió dentro de sí misma; poco a poco Nicolás se atrevió a empujar aquella hoja verde, de un verde arrugado, viejo, tal vez verde plomo viejo, verde sin esperanzas, no se atrevía a mirar, pero miró, sin ruidos todo. Allí estaba ella, escuálida, como quien se está agarrando, sosteniéndose de un suspiro; aquella figura de piel de siempre, pálida, una palidez de tiempo, de luna vieja tras las nubes, de savia manchosa de panapén herido, pálida, pálida, sudorosa, fría, de ojos glaseados de muñeca, de fruta seca. El techo de sus ojos cayéndose, la boca media abierta, bajo las mejillas tersas como de piel que está próxima a perderse a mudarse, toda como si ya nada importara.
Colgantes como ramas heridas estaban los brazos, manos que el tiempo había entumecido, no los podía usar más, colgantes alcanzando a tocar unas piernas que no eran más que raíces mortecina, que no ambulaban que no daban sustento que ya no sostenían, que se podrían en un mismo lugar y nunca germinaban. Toda ella sentía como el centro de la tierra la halaba, como tiraba de ellas, era como un imán que no la dejaba ir a ningún lugar. Ella sin darse cuenta luchaba, se oponía, se oponía, abrió su boca pero ni un quejido se escapaba. El sol ya casi no alumbraba...

Nicolás no sabía que hacer, se viró, se volvió, cerró la puerta a sus espaldas, se sentó, frío, pálido, su frente estaba salpicada de sal y zumo, había visto su vida pasar de pronto, se sentó, se acurrucó, mudo, mudo, tembloroso, todos lo miraban con esa expectativa silenciosa de miedo al no saber; el tiempo pasó, pasaba, más tiempo, mucho tiempo. Él mudo, sin ver a nadie, se levantó de nuevo, volvió y con mano temblorosa abrió la puerta, ella seguía allí, sentada al borde de la cama, el cabello sedoso, fino, cayendo a todos lados como un disparate a cualquier lado; ella no lo escuchaba, no lo veía, no decía nada. Nicolás se acercó hasta sentir el aliento frío que de ella brotaba, no había luz, no había fuego, en un gesto que nadie esperaba Nicolás acerco su mano a aquel rostro sin gesto, la recostó en su lecho sabiendo que desde entonces, ella y todos sabían que la vida no era más sino menos. Nadie habló, no hubo ni un susurro de lo que allí pasaba. Todos callados se miraban.
El cielo estaba gris, pálido, opaco, el balcón se había tornado gris lleno de franjas púrpuras casi negras. Poco a poco se fueron, uno y otro, pero se fueron. Sólo quedaba Pura, sí quedaba algo más, Nicolás. Él también un día, repentino, se fue todo; Pura nunca lo supo... Luego se fueron secando las canastas, luego el jardín, ya no se oía la reina mora, el zorzal, ni el ruiseñor, ya nada se escuchaban. El hedor brotaba primero de la sala, pero se fue, luego de aquella habitación…
La zenaida se mecía en los pinos, el pájaro bobo venía a recitar sus versos vespertinos, el hedor se había ido perdiendo; la casa nunca estaba sola, sólo se escuchaba el rítmico vaivén del tabloncillo, estirándose en la mañana, acurrucándose entre sí cuando hacia frío. La lumbre nunca mas fue encendida, pero al anochecer y bien temprano flotaba aroma de café fresco, recién tostado; a veces el viento frío traía cantar de molinillo. El tabloncillo se estrechaba como sintiendo el peso de los años, dejando oír los pasos que un día lo acariciaron. La casona estaba sola, con el glacis allá abajo, la chorra seca, el almacén podrido. El tiempo seguía triste, nublado, caían algunas gotas, pero no llovía, seco el pozo, las matas como esqueletos viejos, secos, colgantes, nadie las recordaba. Pura no estaba, estaba allí, pero se había ido; la casa también se estaba yendo poco a poco, poco a poco, sólo quedaba un recuerdo lejano de haber sido, aquella figura escuálida, pálida, fría, sin luz, inmóvil quedaba como un eco seco, no germinó, se convirtió en fibra calcinada; la casa germinó como una zarza vieja, el tiempo le dio su historia que nadie pudo oír ni pudo ver, solo de noche brilla algún cucubano, pero no hay nadie allí para mirarlo...

Luar Yo

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